Capítulo XIX. "Conquistando Jerusalén".

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Sin duda que era una locura, en medio de ese caos de mutantes enajenados y armados con machetes, arriesgarme a buscar a Magdalena. ¿Qué posibilidad tenía de encontrarla en uno de los cañones? ¿Cuánto podría investigar hasta ser descubierto y asesinado? De la misma manera, si liberaba alguno de los niños, solo podría hacerlo en el primer cañón antes de ser sorprendido. Liberar a los recluidos en los cañones de la línea del frente era una utopía. No me quedaba otra opción que soportar la idea de Magdalena atrapada en una de esas armas de destrucción y marchar en la conquista de la Nueva Jerusalén.


Podía sentir desasosiego por la muerte de Rabito y la sospecha del destino actual de Magdalena, pero no tenía duda alguna en que era posible lograr la conquista de los territorios judíos. ¡Sí! ¡Con esas armas era posible! Robé todo el alimento que pude abarcar con mis brazos y corrí a ocultarme. Devoré con fruición, oculto como un ratón asustado. Mientras, contemplaba como se reagrupaban las tropas con indicaciones de los generales. El ejército judío se había reagrupado a unos 1000 metros de distancia. Era cuestión de tiempo para que se desarrollara un nuevo enfrentamiento. Entonces me preparé para luchar.



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El caos se apoderó del ejército judío. Las bolas de energía azul derretían literalmente a cientos por vez. No tardaron en disgregarse en una desordenada retirada. Los cuatro cañones siendo utilizados al unísono, habían superado la resistencia de forma sencilla. Las temibles armas secretas aseguraban la supremacía de Argentina.


Cual león que ataca los talones de la presa que huye, corrimos con furia tras los pasos de los desertores. Al alcanzar la línea de resistencia abandonada, pude apreciar las increíbles obras de arte abstracto que la guerra esculpía. Donde habían impactado las esferas de energía, se erigían impactantes masas informes de cuerpos derretidos y apelmazados con tierra cristalizada. Los judíos habían abandonado sus armas y eran fáciles de despedazar al ser alcanzados. Cada tanto, uno demostraba conocimiento de la antigua y olvidada arte marcial judía, el Krav Maga. Pero a nuestro favor, los superábamos en número en el ataque personal.


Gocé; lloré gozando de rabia, al rematar judíos heridos. Les arrancaba la cabeza de una sola patada. Si Rubén me estaba mirando desde el cielo, debió estar orgulloso de mí. También mi verdadero padre y veterano de la guerra de las Malvinas, Armando, se sentiría orgulloso.



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Una ciudad fantasma. Eso era la Nueva Jerusalén. ¿Dónde estaban los malditos ciudadanos? El silencio en las calles era aterrador. ¿Era una emboscada? La ciudad era hermosa, sobre todo porque no se registraba la presencia de judíos. Se notaba la riqueza que le proveía la venta del agua a las demás naciones mutantes. La arquitectura era moderna, es decir, lo que sería una ciudad del primer mundo a principios del siglo XXI. Parques verdes, edificios impactantes, templos señoriales, pavimentación perfecta. Muchos se distrajeron en las fuentes que coronaban las plazas céntricas. Era de esperarse. Nunca habían visto tanta agua junta.


Los generales intentaban que no se distrajeran. Era lógico. ¿Por qué abandonarían los judíos la ciudad sin oponer resistencia? ¿Estaban escondidos planificando una emboscada? ¿Por qué si disponían de tanta riqueza no contaban con armas mejores para repeler el ataque? ¿Sería que después de tantos años de vivir en bonanza y sin agresiones, se confiaron, volviéndose imprudentes? ¿Por qué no? ¿Por qué no pensar eso? Si mi experiencia me indicaba que solo eran valientes para vaciar cuentas. ¡Huyeron! ¡¡Huyeron por el temor a nuestras armas!! ¡¡Huyeron porque se confiaron!! ¡Huyeron porque vieron que su dios pagano los había abandonado!



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La ciudad era nuestra, pero no sabíamos qué hacer con tanta riqueza sin dueño. Al principio nos divertimos como chiquilines en los parques y fuentes. En otro momento, a uno se le ocurrió quemar los templos. Robamos, rompimos, comimos, incendiamos. Éramos vikingos modernos. Solo faltaban las hembras judías para violar. Una pena. Me habría gustado hacer chillar a una.


Luego y de improviso, el caos. Un nuevo temblor casi destruye la ciudad completa. Esta vez pensé que se terminaba el mundo, o una bomba atómica había sido activada por los judíos. Algunas edificaciones se derrumbaron y cientos de soldados desaparecieron sepultados por las estructuras demolidas. Las llamas cubrían gran parte de la ciudad. ¿Los judíos sabían algo y por ello abandonaron la ciudad? En el ambiente flotaba una sensación que me erizaba la piel. Un sonido sordo, una voz que surgía del fondo mismo de la tierra, como si miles de bocas semienterradas aullaran un canto que nunca terminará.


Algunos ayudaban a rescatar a los supervivientes, pero otros, como yo, solo intentaban huir y dejar atrás ese infierno. Corrí, aún con el punzante dolor de pecho que me provocaba la creciente tos, para salir de esa perversa ciudad. Aún más aumentaba el dolor pulmonar el polvo proveniente de las estructuras destruidas y que estático, nublaba la visión. ¿Quién podía extrañar un territorio maldito por los judíos? Ya no podía correr más y caminé agotado. Delante de mí, un mutante rescató a otro de entre los escombros. Este, agonizante, comenzó a vociferar de manera entrecortada. Mi espanto creció a niveles de paranoia cuando pude reconocer las palabras que repetía una y otra vez hasta morir. Era lo mismo que decía mi compañero de tienda. ¡¡No podía ser casualidad!!



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¡No! ¡No era casualidad! ¡Todo mutante que había caído en el sueño mortal inducido por las heridas o por la fiebre de la locura, repetía esa frase hasta morir! ¡No estoy loco! ¡¡Lo vi con mis propios ojos y escuché con mis propios oídos!! La frase era en un idioma que jamás había oído y provocaba pavor. Un terror visceral.


En medio de la paranoia general, con el calor de los incendios resecando mi piel y apretando los labios con el afán de no ser contagiado por la tóxica frase que no repetiré, me topé contra uno de los cañones que habían sido parte esencial de nuestra fútil victoria. No lo pensé. Utilicé todas mis fuerzas para liberar a los niños, mis niños, que estaban atrapados entre los fierros. Eran dos rubiecitos. ¡Si tan solo eran unos pequeños niños! Me sorprendió el tamaño para la edad. ¿Cuánto tenían de nacidos? ¿Uno, dos años? Parecían de cinco. Los deposité suavemente en el cemento y golpee las pálidas mejillas para reanimarlos. ¡Horror! ¡El horror no se alejará jamás de mí! Al abrir sus ojos dejaron ver unas sobrenaturales órbitas blancas. Caí de espaldas. Los niños se incorporaron al unísono como manejados por un titiritero celestial, posaron sobre mí sus blancas miradas con desdén y se alejaron con movimientos que cualquier mortal distinguiría como sobrenaturales.


¿Qué podía hacer sino correr como condenado en sentido contrario? Corrí y corrí hasta salir de la maldita ciudad. Muchos otros hacían lo mismo, algunos poseídos por la fuerza del terror, ya que estaban espantosamente quemados y las llagas deformaban sus cuerpos.

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