Capítulo XX. “Lo que no debería existir”.

1
Siempre lo supe o por lo menos lo intuí. La humanidad, el hombre, no fue creado por un ser superior a su semejanza. Menos aún, ostenta el último escalón en la creación y evolución universal. Existen horrores primigenios y arcanos desde el principio del universo, donde el ser humano desempeña un papel insignificante. Ningún rol estelar; solo actores secundarios, a los pies de un elenco de dioses monstruosos sin compasión.



2
Marché sin descanso huyendo de la maldita ciudad. Para apaciguar el hambre, devoré cosas asquerosas: gusanos, carne de animal putrefacto, musgo. No me importaba, solo deseaba alejarme y sobrevivir. Bebí mi propia orina cuando no dispuse de agua y sentí la garganta como una cordillera árida.


Los temblores siguieron repitiéndose a intervalos regulares pero nunca tan grandes como los anteriores. Caminé sin rumbo, aunque me guiaba la necesidad de alejarme del sonido proveniente del centro del la tierra, símil a miles de gargantas desdentadas reclamando un reinado despojado. ¿Cuánto caminé? ¿100, 200 kilómetros tal vez? Fueron varios días de marcha estupefacta y cansina. Marcha solitaria solo acompañada por el terror primordial; pánico sin dueño; locura sin destino; frase de la muerte. Mordí mi lengua para no repetirla. Como en una cinta sin fin, mi mente reproducía esa frase en los momentos de locura abrasadora y aterradora. Si la articulaba tan solo una vez, sería el principio del fin. Nunca más podría dejar de repetirla; hasta la muerte.


Existen umbrales de dolor que nunca pensé sobrepasar, abismos de sensaciones espantosas solo visitados por pobres diablos. Era superarlo o no ser testigo del mañana. Cuando noté que decía la primera palabra de la frase prohibida, “Ph’nglui”, mordí mi lengua. La mastiqué. La devoré. Ya no moriría. ¡No por la frase maldita!



3
No desfallecí del dolor. La fuerza de la locura era muy superior a la del padecimiento. Desvarío consciente, paranoia que razona. Hasta que cesó el sangrado bebí. Había superado la frontera del dolor aberrante, y alcanzado la auto-canibalizacion. También bebía de mi propia sangre. Auto-vampiro. Reí de locura. Reí macabramente. Una carcajada sin lengua es demoníaca; de un ser oscuro. ¡Eso era ahora! ¡Un alma oscura perdida en el futuro más espantoso! Pero aún así, deseaba seguir viviendo.


Duré desmayado a la intemperie. Solo despertaba para comer un poco de tierra o pasto. Si tenía suerte, de la lengua cercenada manaba un poco de sangre y eso calmaba mi estómago. Sequedad adormecida, por la falta de agua y el calor abrasador. ¿Pasé varios días inconsciente? ¡Cómo saberlo! Cuando las fuerzas, pocas pero seguras, regresaron a mis músculos me erguí cual quemado que sobrevive a la hoguera, para continuar con la vida de paria que el destino me había asignado. Habría llevado una feliz existencia de excluido, sino hubiera sido por los sucesos posteriores.



4
La rutina del animal oscuro en que me había convertido, fue interrumpida por el comienzo de nuevos temblores de tierra. ¡Si hasta había aprendido a convivir con la voz de mi cabeza que repetía una y otra vez la mortal frase! Los temblores fueron incrementando en potencia y el período entre uno y otro era cada vez más corto. ¿Habría un terremoto final que partiría literalmente la tierra en dos? Podía convivir con esa cuestión. Había superado todas las trampas que el destino había colocado. ¡No quedaba más que esperar el final!


Hasta que un extraño suceso hizo resucitar mi curiosidad natural. Los animales huían. Huían por cientos, por miles. Todos en la misma dirección. Huían de algo que los aterrorizaba, algo que unía carnívoros y herbívoros en el mismo éxodo por la supervivencia. Huían sin mirar atrás; ¿pero de qué?



5
¡Maldita mi curiosidad! En un paraje inhóspito, divisé una ronda de niños. ¡Debían ser los niños que procreé, ya que entre ellos estaba Magdalena! Inmóviles y en un perfecto circulo, repetían una y otra vez la maldita frase. ¡Debía hacerlos callar! Me acerqué sigilosamente; si no despertaban del trance los mataría a todos; incluso a Magdalena. Así la frase no se repetiría más en mi cabeza.


¡Error! A medida que acortaba distancia mi cerebro y mi cordura eran machacadas con mayor potencia por la hipnótica oración. Comencé a padecer penetrantes quemaduras, pero no podía desistir. Estaba a pocos metros. Caí al suelo por el dolor. ¡No podía claudicar! Me arrastré, pero horribles pesadillas se revelaron. Era la explicación de todo o tal vez el delirio por el dolor, pero ante mí se creaban imágenes apocalípticas con seres incomprensibles. ¡Tal vez de esto se escabullían los animales! ¡Del horrendo presagio!


¡Huían de lo que no debería existir! ¿Por eso se sucedían los temblores de tierra? ¡Porque el miedo que repta intenta escapar de su cripta subterránea! ¿Despertará el mensajero del miedo con la ayuda de los niños y la maldita frase? ¡No está muerto lo que yace eternamente! ¿Cuántos eones esperará para emerger? ¡Cuando suceda, la frase que lo alaba se repetirá hasta el fin de los tiempos!


Abandonado por el delirio revelador, ya no existe el dolor; solo entumecimiento. Los niños seguidores Del Que Yace Eternamente, me rodean. Comprendo que es el fin; estoy a punto de ser devorado por la eternidad. Posan sus blancos ojos en mí. Me despedazan arrancándome la piel, dejando la carne viva. Se alejan. Poco a poco la vida se escurre y todo se torna oscuro. Solo escucho lo que repiten una y otra vez: “ph’nglui mglw’nafh ktulu r’lyeh wgah’nagl fhtagn”. La mutación por Botnia, ha culminado.

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