Capítulo XVIII. "Carne de cañón".

1
Pasaron horas, tal vez segundos o instantes hasta que volví en mí. Tal vez me devolvió el razonamiento ágil el instinto de supervivencia, o los gritos de desgarradora agonía de los desafortunados sobrevivientes. Desafortunados; eso son los mutilados que sobreviven a una guerra. A veces es mejor morir; como Rabito. ¡¡Qué perro inteligente!! ¡Se murió cuando convenía!


Debía dar santo entierro a mi gran compañero de aventuras, así que caminé tras nuestra línea de trincheras en busca de un sitio propicio. En varios tramos necesité pelear casi a muerte con varios mutantes, que intentaban utilizar la carne de mi perro para apaciguar el hambre. No lograron quitármelo. Caminé varios kilómetros hasta que encontré el sitio en el que hubiese deseado Rabito descansar en paz. En medio de la llanura verdosa, un árbol dominaba el paisaje.


Con mi pierna atómica cave una fosa a la sombra del robusto árbol, donde cupo cómodamente mi difunto can. Lo contemplé varios minutos, descansando plácidamente sin vida. Quise morir como él; deseé terminar con la agonía. Pero los impulsos de auto-asesinato fueron borrados por los cálidos recuerdos del cánido.


Recordé grandes momentos, como cuando salimos campeones del mundo y dimos la vuelta olímpica juntos, o cuando se garchó a la carrera a Kirchner, o aquella vez que se empomó al nene en la plaza. ¡¡Qué perro de mierda!! ¡Sí! ¡¡Qué perro de mierda pero qué personalidad tenía!! También rememoré brevemente su llegada a casa, de pura casualidad. ¡¡Si era solo una bolita de pelos!!


Te dejo amigo mío, pero te llevaré siempre en el corazón. Duerme plácidamente el sueño eterno. Te dejé al lado de un lindo árbol, así que lo vas a poder mear desde abajo.


Adiós amigo de hermoso pelo rizado; adiós ¡¡para siempre!!



2
El camino de vuelta fue desalentador. Debía pensar para caminar. ¡Derecha!, ¡Izquierda!, decía a mis piernas, que obedecían las ordenes a tropezones y regañadientes. La muerte de un ser querido es terrible (si no fue uno el que lo asesinó), pero por alguna razón el peor momento es cuando se comienza a tirar tierra en la tumba. Mis manos aún tenían adherida la tierra de esa infausta tarea.


Mirando con más atención, mi regazo estaba completamente untado de sangre semi-seca de Rabito. Busqué con desesperación algo con que borrar estas marcas superficiales que me recordaban la tragedia. Quería quitarlas. Ya tendría tiempo de reprimir las psicológicas. Al encontrar un pequeño barrizal, me revolqué en él quitando la sangre o por lo menos ocultando con lodo lo único que me quedaba de Rabito; la sangre que había manado de la herida mortal.


Cuando terminé, me dejé estar un largo período tendido en el piso, aún sobre el lodazal. En el cielo, las nubes conformaban extrañas formas y entre todas, una que me arrancó una sonrisa. Un perro mordiendo una estrella de David. Ahí lo supe: Rabito había llegado al el cielo perruno y pícaramente me comunicaba que se encontraba bien y quería venganza.


Al desvanecer el viento la forma de la sobrenatural nube, sentí mermar mis ganas de vivir. Giré para quedar de lado. El paisaje era singular, ya que tenía por colchón el lodo y como telón de fondo, el horizonte de manera vertical. Estaba anocheciendo, así que cerré mis lagrimosos ojos y dormí.



3
Desperté con los primeros rayos de sol en los ojos y con una tos sorda que me había provocado el rocío nocturno. Estaba helado. Con desgano me incorporé y comencé a caminar hacia el frente de batalla. Ahora la guerra contra los judíos era personal. Habían timado a mi padre postizo y asesinado a mi perro.


A medida que el sol subió en el cielo y con la marcha, fui recuperando la temperatura corporal. Ya con calores de ser sano, corrí, corrí hasta casi no poder respirar, con intervalos de tos Tuberculosa. Pero las trincheras que había ayudado a cavar yacían vacías. ¿El ejército avanzó? Seguro que así era, ya que con los extraños y potentes cañones que habían utilizado, el contraataque judío había sido destrozado.


Nuestro ejército avanzó más de lo que yo imaginaba. Las huellas que había encontrado en el camino no dejaban margen para imaginar otra cosa. Avanzaban sin resistencia. Caminé hasta el atardecer en dirección a la nueva Jerusalem, siguiendo las huellas y busqué un lugar donde descansar. Con hojarasca creé un colchón para aislarme del frio suelo nocturno y me recosté a descansar nuevamente, ya con una tos más severa.


Las ideas se apelmazaban en mi cabeza. Había quedado rezagado y nadie reclamaba por mí. Mi cerebro aún no había estallado. ¿Sería cuestión de tiempo que alguien descubriera mi ausencia y detonara el chip cerebral? Tal vez nadie reparaba en mi retirada. Ya no era importante. Pensé en la posibilidad de abandonar la venganza y vagar sin destino, pero estruendos lejanos me distrajeron de las elucubraciones.


¿Truenos? No creo. Seguramente otro punto donde los dos ejércitos median fuerzas. Mientras aguardaba expectante la finalización de los estruendos y miraba azorado el horizonte disfrutando de los fuegos artificiales, un nuevo temblor de tierra me sobrecogió. Un temblor que interrumpió la lejana batalla y que fue más poderoso y largo que los anteriores. Si hasta parecía que la tierra gemía, con una gruesa y sobrenatural voz.


Tal fue el movimiento, que sin viento, el polvo se elevaba del suelo. Podría llegar a asegurar, sin temor a que me crean un exagerado, que crujió el centro mismo de la tierra.


Cuando finalizó, saqué fuerzas de flaquezas para correr en dirección de la truncada batalla. Si los fulgores de las hostilidades se veían sobre el horizonte, no debían estar a más de 5 o 6 kilómetros. Era solo trotar con ganas. Si los alcanzaba podía comer algo y hasta matar algún judío. No recordaba la última vez que comí algo. ¡¡Cómo me sonaban las tripas!!



4
Mis cálculos eran certeros. Luego de un trote de 40 minutos y con una tos atroz, llegué a la parte anterior del nuevo frente de batalla, del lado argentino-mutante. A unos 2 kilómetros se podía ver al ejército judío que nos plantaba resistencia estoicamente.


La sangrienta batalla había sido interrumpida por el poderoso terremoto. Los generales intentaban recomponer las filas, ya que los sismos estaban asustando más a los soldados que la propia batalla.


Todo esto lo observé mientras me ocultaba detrás de algunas cajas de provisiones que se encontraban en la retaguardia. Robé algo para comer. No creo que alguien reparara en mi presencia ya que el caos era mayúsculo.


En la retaguardia, camuflados y prontos para ser utilizados, aguardaban un par de cañones de repuesto. Otros dos estaban colocados en la primera línea. Cañones extraños por cierto. La forma era la habitual, pero su accionar era lo que despertaba mi curiosidad. No había un sonido característico de detonación en los disparos. En la parte anterior y como disparador disponía de dos compartimientos, a semejanza de cajas, que colgaban hacia la parte derecha e izquierda del esqueleto principal del arma. Para ejecutar una descarga, dos soldados levantaban mediante una manija cada caja, que al estar unida al cuerpo del cañón con un eje, coincidían en el centro. Luego de un par de segundos, una bola de energía azul se eyectaba desde la unión de las cajas y era direccionada por el cañón. Todo esto sin producir deflagración alguna y sin estruendo.


¿De dónde habían sacado esas armas los mutantes argentinos? ¿Como podía ser tan futurista el resultado de su utilización, si el funcionamiento era graciosamente rústico?



5
Curioso como gato chico, me escabullí para observar más de cerca el aparato. Varios mutantes pasaron a mi lado, pero no les importó mi presencia. Haciéndome el distraído, llegué hasta una de estas cajas detonadoras.


¡¡Maldito Pettinato!! Estos mutantes podían parecer menos agraciados, pero mantenían una pequeña porción de ingenio y maldad humano que los hacía peligrosamente capaces. Mirando por una pequeña rendija de la caja, pude observar que contenía atado y dormido, un pequeño niño.


Esto solo podía indicar una cosa. ¡¡Los investigadores de Pettinato habían descubierto una manera de utilizar a los niños mutantes-puros que yo había ayudado a engendrar!!


En ese momento se me cruzaron mil ideas, como que tal vez los terremotos no eran sismos naturales, sino que eran el resultado de otros experimentos que estaban llevando a cabo los científicos mutantes. Pero pronto la idea perdió sustento. Si el resultado era de tal magnitud, seguramente el lugar de la prueba sería un inmenso cráter y nadie habría resultado vivo. Por lo tanto, el primer terremoto habría sido el último.


Además de todo, en nuestro ejécito contábamos con 4 cañones y para ser accionados se necesitaban 8 niños. Yo tenía conocimiento del nacimiento de 12. Sumando a mi hija 13. ¿Pero habrían sobrevivido todos? ¡Capaz habían nacido un número mayor y me habían ocultado el número total!


¿Cuántas pruebas habrán hecho antes de llegar a esta utilización de la energía en los cañones? ¿Habrán probado juntar tres niños alguna vez? ¿Qué pasaría si estuviesen todos juntos?



6
A todo esto, cabía la posibilidad de que mi hija, Magdalena, fuera parte de uno de estos cañones. Debería buscarla. Pobrecita. ¡Dormida en una de estas armas de destrucción! ¡¡Si los niños no deben jugar con armas, peor aún que sean parte esencial de ellas!!


¿Qué debería hacer? Soy un asesino nato, pero los niños me pueden. ¿Debo intentar liberar a todos los niños? ¿O buscar y si encuentro a mi hija liberarla? ¿Cierro el pico y con la confianza que me dan estas armas continúo la lucha para destruir a los malditos judíos?

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