Capítulo XVII. "El abrazo frio".

1
Menudo idiota terminó siendo Pettinato. En fin, un megalómano ególatra como todo presidente argentino. ¿Cómo quería triunfar en una guerra contra Israel del Sur con el pobre armamento del que disponíamos? A mí no me engañaba su discurso triunfalista y su idea de sorpresa. Si a los judíos mutantes los ayudaba EE.UU. con su tecnología de humano puro, estábamos fritos. Más aún si habían sido notificados por ellos de nuestro inminente ataque.


Igualmente cabía la posibilidad de que aún enterados, los dirigentes de EE.UU. no previnieran a su aliado mutante, especulando para sacar provecho de la situación. Esta era una posibilidad a la cual quería aferrarme como a la vida.


Por otra parte pensaba en cómo había llegado a este momento de mi vida, mientras caminaba cansinamente hacia una guerra so pena de que me detonaran la cabeza. ¡¡Si tan solo era un muchacho asustado por la contaminación de Botnia!! ¡¡Maldita planta papelera!! Sin dudas que la culpa de todo mi predicamento partía de ese enemigo celulósico. Contaminante o no, de alguna manera había empujado a un destino oscuro al mundo entero.



2
La marcha del ejército de 100.000 hombres era lenta pero decidida. Nos llevaría un mes andar el trayecto que nos separaba de la “Nueva Jerusalén”. Para guiarnos, bordearíamos en su trayecto inicial el Río Paraná. Cuando este virara violentamente a la derecha, sabríamos que era tiempo de continuar hacia el Norte. Esta orientación era la primera parte del plan, ya que luego nos guiaríamos por caminos creados por comerciantes, y de ser necesario, por las estrellas.


Me sorprendió en qué se había convertido el otrora magnifico Río Paraná. Hoy es un arroyuelo que apenas calmaba nuestra sed de caminantes sin descanso. Para suerte de la expedición, esta poca agua sustentaba animales salvajes que habían sobrevivido a las inclemencias de este nuevo clima mundial. En el trayecto utilizamos nuestras vetustas armas para matar cualquier alimaña salvaje que se nos cruzara por delante, para luego procesarlas en una comilona nocturna.


El ejército marchaba pesadamente por los campos secos con las pocas armas que nos habían otorgado. Nos acompañaban algunos viejos cañones que por su formato despertaron mi curiosidad. La mayoría de los guerreros estaban armados con machetes, palos, lanzas, flechas y algún que otro revólver. Cientos de carretas aliviaban de a intervalos la marcha y tanto caballos como bueyes serían utilizados sin miramientos si una mala racha de caza nos depositaba en una sinfonía de rugir de estómagos.


El verano se iba alejando lenta pero decididamente y se asomaba el crudo y eterno invierno. Para nuestra suerte, el lugar donde se ubicaba Israel del Sur era uno de los sitios más cálidos y húmedos del planeta. A pesar de esto, las noches eran frías en nuestras tiendas vetustas. No había encontrado trabas para que mi perro me acompañase, por lo cual se convirtió en una generosa fuente de calor para las noches inclementes.



3
En una de esas madrugadas frescas, desoladoras y temblorosas, fui arrancado de mi ensoñación por un gran sacudón. Desperté con la carpa meciéndose de un lado a otro. El mutante que me acompañaba gritaba como enajenado, pero no era un ataque enemigo como pensé al principio. Era un temblor de tierra. Nadie pudo explicar las causas del temblor, ya que no es una parte del mundo que cuente con fallas que puedan generar sismos. Pensé que tal vez lo provocó un deslizamiento de tierra en la lejana cordillera.


La última semana del trayecto, con los nervios propios de alguien que enfrentará a la muerte, fue mucho más difícil para mí conciliar el sueño. Más aún con los delirios de mi compañero de tienda. Apenas cruzamos palabra en todo el trayecto así que desconocía hasta su nombre. Uno no es muy sociable caminando hacia una guerra impropia. La cuestión es que comenzó a delirar todas las noches haciéndome imposible el sueño, gritando en un lenguaje ininteligible.


A medida que avanzábamos mejoró de manera sustancial la alimentación. Cuanto más nos acercábamos a la capital judía, más templado era el clima y con esto era mayor la caza de animales. La moral había subido ya que un mutante con la panza llena, es un mutante feliz. La vida seguramente era más sencilla en Israel del Sur, con abundante agua y amplias praderas verdes. Odié aún más a los judíos por ocupar esas tierras y a los americanos por permitirles conquistarlas.


Una noche, mi paciencia llegó a su fin. Mi compañero mutante comenzó con sus habituales delirios nocturnos, gritando hasta el hartazgo la misma frase inentendible. Pensé en asesinarlo mientras descansaba, pero para fortuna de este sobrevino un nuevo temblor de tierra más fuerte que el predecesor.



4
Esta vez el seísmo había dejado grandes grietas en la tierra. ¡¡Qué poder increíble para lograr marcar la madre tierra con esas cicatrices!!


Los generales del ejército intentaban motivar a sus subalternos. Es que algunos pensaban en huir, esgrimiendo el argumento de que los dioses estaban enojados con esa guerra. Pero hábilmente torcieron ese sentimiento mediante discursos que lavaban el cerebro. Los antiguos dioses están despertando de su letargo por nuestro colosal emprendimiento, -decían convenciendo a todos-.


Con algunos detractores entre las filas, continuamos el sinuoso camino hasta las afueras de la ciudad que intentábamos tomar. A unos 60 kilómetros de nuestra meta, fuimos descubiertos por unos viajeros que huyeron hacia la ciudad. Los generales decidieron entonces avanzar unos kilómetros más, ya que seguramente estos darían alerta a las autoridades judías.


A 50 kilómetros del centro de la ciudad armamos el campamento central y cavamos innumerables galerías de trincheras. Un mensajero acudió a la cuidad para notificar a las autoridades que se rindieran, a lo cual se negaron rotundamente.


Imagino las represalias. Lo primero que harán es cortarle el suministro de agua a la Argentina, pero con ello tal vez hagan levantar a los otros países mutantes en su contra. Igualmente, me importa poco todo eso, ¡si debo sobrevivir el día a día!


Ya declarada la guerra utilizaremos la táctica de trincheras, acercándonos a la ciudad mediante la excavación de trincheras perpendiculares, avanzando metro a metro. La sitiaremos hasta que la cuidad quede desabastecida. Cuando se rindan, los mataremos a todos, tiñendo a la Nueva Jerusalén en sangre y apropiándonos de su territorio.



5
Antes del alba del primer día de sitio, ocurrió el primer ataque judío. Rabito me acompañaba en la guardia de la trinchera principal, cuando una ráfaga de balas nos llovió como un azote infernal.


Me cubrí como pude triándome de cabeza al fondo de la fosa. Apenas se podía ver, ya que todos apagaron las antorchas para evitar descubrir la ubicación y la lluvia de tierra proveniente de las detonaciones nublaba la visión. Miré a mis lados, pero no pude encontrar a Rabito. Lo llamé, pero no respondía. ¡¡Qué perro cagón, -pensé. Estará escondido por algún lado, por el miedo que le tiene a los estallidos!!


Al sentir unos sollozos lastimosos, levanté con sumo cuidado la vista por sobre el nivel de la trinchera y vi con horror que Rabito había sido alcanzado por la ráfaga de balas. El perro estaba herido, a pocos, pero inalcanzables metros. Intenté llegar hasta él, pero me era imposible por la increíble ráfaga de artillería.


Un par de cañones que tanta curiosidad por su forma despertaban en mí, fueron empleados para repeler el ataque. Me asombró el poder de los mismos, que con unas pocas bolas luminosas que escupían sin detonación cada largo intervalo, hicieron añicos el contragolpe local.


Mientras se sucedían las más horripilantes escenas de guerra, me encontraba absorto contemplando a mi compañero herido. Rabito se desangraba y nada podía hacer para alcanzarlo.


_¡Tranquilo amigo! ¡¡Te vas a salvar y te voy a dar un huesote bien grande!!-dije para distraerlo-. Pero su suerte estaba echada. Maldije por no abrazarlo y poder acompañarlo en sus últimos momentos. Solo pude ser cómplice de su partida mirándolo a los ojos, para que su última imagen fuera la de un rostro familiar; y ahí se fue. Sus ojos se apagaron. Murió desangrado, en el frente de batalla.


Varias horas duró el ataque, hasta que culminó de imprevisto. Estando ya seguro, corrí a su encuentro, pero solo pude abrazar su cuerpo frío e inerte. Su cabeza colgaba sin vida; cerré sus ojos y lloré. Lloré a gritos como nunca lo había hecho.

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